Cuando Percy Fawcett
marcha por tercera vez al Amazonas en compañía de su hijo, sabemos que va a ser
la última. Lo sabemos porque es la tercera (y no es dato baladí: Fawcett fue
muchas veces a la Amazonia, reducidas convenientemente por Gray a la tríada
tradicional, por eso de que qué importa la verdad aunque uses los nombres de
personas reales), porque poco debe faltar para que la película acabe (para más
viajes no hay tiempo, y si no hay más viajes…), porque si no no se sabe para
qué volvemos (razón parecida a la primera), y también
porque a Gray parece que esto le suena a poco y decide decírnoslo.
En Hitchcock/Truffaut, el documental de Kent Jones, Gray manifiesta en
cierto momento su falta de valor en comparación con el cineasta británico para
cosas como eliminar un contraplano en un momento clave de un diálogo. No puede
decirse que Gray no se conozca bien: es cineasta con capacidad para estar entre
los grandes, pero a veces el valor le falla.
Fawcett y su hijo toman el
tren y abandonan su hogar. Pasan por delante de una estación y la cámara, en
ángulo subjetivo, en vez de solo avanzar con el tren, panoramiza mientras lo
hace a la derecha al detenerse en el grupo de gente que les saluda desde
aquella. Fija la vista, pues, en lo que queda atrás. Realmente, no bastaría
más, y sin embargo Gray corta y repite igual movimiento con la esposa y madre,
sola en su casa, montándolo de forma intercalada con este. La metáfora es
evidente, ramplona y sobre todo innecesaria, toda vez que Nina (ese es su
nombre) queda atrás en cada viaje, incluso de forma tan evidente como en la
discusión en que Fawcett manifiesta su negativa al dejarla viajar con él por
ser mujer. Mujer, pero mujer amada, es cuatro veces abandonada, y tres de ellas
por propia y decidida voluntad del marido. El inserto no hace otra cosa que repetir
esto, pero a voz en grito, grito que por supuesto nos dice también que, esta
vez, Fawcett no volverá. Que esta marcha es definitiva.
Por supuesto, Gray grita
porque es el final. Y el final es el momento en que uno se despide, las cartas
ya están todas sobre la mesa y el público, con ellas, decide, juzga. Y es por
tanto también el momento en que uno piensa: “¿me habré expresado con claridad?
¿se me habrá entendido bien?”. Es el momento de la inseguridad, que afecta
incluso a los más grandes... Por aquí hablamos hace tiempo de nada menos que
Jacques Becker, resbalando en el final de nada menos que Le trou. Gray ha sucumbido al menos dos veces: aquí y en We own the night.
Frente a Z, la ciudad perdida, que es su peor
película, We own the night puede
contarse entre los mejores thrillers de lo que llevamos de siglo, y
posiblemente el mejor entre los que tratan su dimensión familiar, ese universo
de padres e hijos de los que ya se ha hablado algunas veces por estos lares. En
ella, Bobby dirige una afamada discoteca neoyorkina mientras su padre y su
hermano le desprecian desde sus prestigiosos puestos en la policía de la ciudad
(cuyo lema de la época da título a la película). El desprecio (e incluso
racismo, ante la novia de Bobby, la latina Amada) es manifiesto desde el primer
encuentro, y carece de razones puesto que Bobby es ajeno a toda actividad
criminal: se limita a dirigir una discoteca y vivir la fiesta de la época, por
supuesto toma drogas pero no va más allá, y no cabe duda de que su familia lo
sabe. Pero da igual: es la oveja negra, no ha seguido el recto camino familiar y
se lo hacen sentir a cada segundo. De él solo esperan admiración ante el ascenso
del hermano en el escalafón policial, y por supuesto ayuda en sus
investigaciones criminales, informando sobre la presencia de cierto individuo
en su discoteca.
Bobby por supuesto se niega
a esto. Su hermano actúa contra la mafia rusa y efectúa una redada en la
discoteca. A resultas de ello es asaltado y acaba gravemente herido en el
hospital (la mirada de desprecio de la esposa del hermano a Bobby es la más
reveladora sobre el modo en que este es valorado por su familia), lo que mueve
a Bobby a dar el paso a la ilegalidad que nunca estuvo dispuesto a dar e infiltrarse
para ayudar a su padre a capturar a los mafiosos, que casi matan a su
hermano/hijo.
El padre, no obstante, ignora una operación que casi acaba
con la vida de Bobby, lo que tendrá como consecuencia una inédita cercanía
entre ambos. Bobby ha dado el paso hacia el mundo de su padre y eso es premiado
con su amor, incluso defendiéndolo frente a su otro hijo, ya recuperado y asaltado por unos repentinos celos: sigue aún habitando en el
desprecio acostumbrado en la familia hacia su hermano.
Bobby y su novia, por
supuesto, deben esconderse, y comenzar un tortuoso proceso de ocultamiento y
vigilancia que termina con su relación, aunque no antes de acabar con la vida
del padre, asesinado por los mafiosos en un asalto contra Bobby. El hecho
aproxima a los dos hermanos y acaba con la entrada de Bobby en la policía y la
final captura de los mafiosos.
Escena final, entonces. Bobby va a ser nombrado policía. Está en el estrado, sentado al lado de su hermano. Ambos afirman el amor que sienten el uno por el otro. Pero Bobby, entre la gente, cree por un instante ver el rostro de Amada. Por supuesto, se equivoca. El acto sigue, la película termina.
Escena final, entonces. Bobby va a ser nombrado policía. Está en el estrado, sentado al lado de su hermano. Ambos afirman el amor que sienten el uno por el otro. Pero Bobby, entre la gente, cree por un instante ver el rostro de Amada. Por supuesto, se equivoca. El acto sigue, la película termina.
¿Cómo presentó la película a
Bobby? En el plano de apertura este, de pie, partía de la oscuridad para
emerger después a la luz, desde donde podíamos advertir cómo contemplaba algo
con esa cara bobalicona que tan bien sabe poner Joaquin Phoenix. La sensación es
que está impresionado por lo que ve, tal vez hasta abrumado o superado. Por
supuesto, el contraplano es nada menos que Eva Mendes, todo lo espectacular que
puede estar, tumbada en un sofá, ofreciéndose para la acción, que en efecto
empezará inmediatamente. El sexo acabará siendo interrumpido, cierto, pero la
idea está clara: Bobby vive la gran vida y no es solo por el dinero, la fiesta,
la buena posición, la popularidad. El signo de que Bobby está on the top of the world es fundamentalmente
la mujer a la que ama: Amada.
Gray tiene cierta fama de
reaccionario, y es por las mismas injustas razones que la tiene Ford: porque
sus críticos no saben admitir (o ver) la ambivalencia. We own the night es una terrible historia, que muestra cómo un
hombre puede perder su alma y destruir su vida por razones perfectamente
justas. Bobby hace bien en luchar contra la mafia, no podemos decir que no,
pero su necesidad de ser amado por su familia le hace pasarse de frenada. Posee
una debilidad tan grande en ese aspecto, que es solo por venganza familiar que
se infiltra en la mafia e inicia un viaje al corazón de las tinieblas que sin
embargo se hace en el lado supuestamente luminoso de la vida: con tu familia y
la policía de tu lado. Gray muestra a Bobby pasándose al bando de unos seres
ruines y mezquinos que solo le devolverán el cariño cuando no haya dudas de que
lucha a su lado y a su modo. Bobby paga un precio excesivo por amor a su
familia, lo pierde todo y, perdido todo, ¿qué le queda, salvo hacerse policía
él mismo? En suma, ¿qué les queda a los vencidos, salvo el retorno al hogar?
El mayor precio que paga
Bobby por amor a la familia es la pérdida del amor. Pierde a Amada (Gray no
pudo ser menos sutil con el nombre elegido), el signo de su vida entera. Y
creer que la película defiende ese camino es no ver cómo Gray tiene tanto miedo
de que no se le entienda que no puede evitar hacer que el aparentemente
satisfecho Bobby, reinsertado en el universo familiar/policial, aún la vea
entre la gente en el momento de dar el paso final. Gray tiene miedo de que
creamos estar ante un final feliz, así que le hace recordar a la mujer que
amaba y que simboliza todo lo que ha perdido.
Gray es un maestro
mostrando la tentación del calor familiar. Habitualmente asociamos la tentación
con personajes como el de Eva Mendes, la latina despampanante que habita la
vida nocturna, no con jefes de policía como Robert Duvall, y por eso es un
logro el saber mostrar cómo la familia puede actuar como un cálido imán, un
espacio que nos atrae pese a nuestros sentimientos encontrados con su promesa
de paz, estabilidad y resguardo, un lugar que nos dice que allí estaremos
seguros y tranquilos. El amor de los padres es un amor
seguro e incondicional, o debiera serlo: si no, eso no causará sino mayor malestar, y mayor
tentación de hacer lo posible para ganárselo. La familia, en ciertos casos (los
que suele tratar Gray), es la tentación del retorno, y tal tentación no es
sino, también, la culpa por haber vivido la propia vida, cosa que generalmente
implica alejarse de aquel núcleo que nos gestó. Culpa por matar a los padres,
tal vez. Sueño de volver a tiempos más sencillos. Algo terrible.
Gray es ambivalente, y eso
es siempre difícil (me tienta decir que es virtud poco presente en el cine
americano, pero en realidad creo estar más cerca de la verdad si digo que es
virtud poco presente en los críticos de cine, demasiado entrenados en el
establecimiento de lecturas unívocas). Si la familia del protagonista de Two lovers fuese desagradable, malvada, grotesca,
etc., todo sería fácil y cómodo, pero no: Gray quiere que se nos parta el
corazón cuando el hombre abandona no a su novia, sino a su conmovedora madre. En
We own the night la complicación
viene por otro lado: pese a ser individuos infames, la familia de Bobby está en
el lado correcto de la lucha, contra la mafia, la otra familia en la que aquel
estaba, sin saberlo, internándose. Bobby acaba haciendo cosas correctas por
razones equivocadas.
Ignoro qué piensa realmente
Gray del camino de Bobby, pero que no le parece del todo bien es seguro: es,
pese al riesgo de su vida, un camino cobarde, no un viaje sino un retorno.
Retrocede, no avanza, y entra en un mundo de monstruos, de amor condicional,
donde pierde toda razón para la felicidad. El retorno al hogar también es eso.
Z es otra cosa,
posiblemente. Una película sobre un viajero, un aventurero que abandona
constantemente su hogar para irse lejos durante años. Como en We own the night, no obstante, el
protagonista ve al final aquello que deja atrás, no otra cosa que la persona
amada, aunque este amor es un tanto problemático en Z. Aquí la amada es también la familia (tienen un hijo, luego otro),
pero ¿no está Fawcett, con este viaje, formando una nueva familia, una nueva
alianza del tipo que prefiere, masculina y forjada en la aventura conjunta con
su hijo, retornado este al redil aceptando el amor por su padre que antes le
negaba y pasándose nuevamente de frenada al empujarle a ir al Amazonas? Pese a
que el hijo de Fawcett sea hasta cierto punto injusto con su padre, su error al
perdonarle es mayor aún y le cuesta la vida por una causa ridícula. Me
atrevería a decir que Fawcett es una nueva renuncia al amor a favor de la
familia, pero una de carácter marcadamente masculino, como deja bien clara la
discusión con la esposa feminista, que hasta entonces creía sus ideas
compartidas por su marido (en We own the night la familia se juega entre tres hombres, también el cobijo que busca Bobby es masculino). El punto común en consecuencia no es tanto la
renuncia a la familia como a la mujer, que en ambos casos es mucho más lúcida y
sin embargo no consigue no padecer los desmanes de ese orden masculino/familiar
que se reconstruye ante ella. Fawcett huiría de la familia gobernada por la madre (cuyas sabias palabras solo le admiran cuando le favorecen), en favor de una propia, gobernada por él en nombre de su obsesión aventurera. Gray acierta en este retrato de una época donde
la aventura era una dimensión posible de la vida, pero además una cerradamente
masculina, algo que acabó con las progresivas conquistas feministas del siglo
XX, que han posibilitado que las mujeres, por ejemplo, puedan ir a la guerra en
otro papel que el de víctimas. Por eso ahora, si fuera productor, le propondría a Gray una
película sobre una mujer soldado. Seguro que lo trataría como nadie.
Estamos ante uno de los
cineastas con mayor conciencia feminista del cine americano (cuando menos, del
lugar de la mujer en las historias que cuenta), pero tengo la impresión de que Z es una oportunidad perdida: bien es
cierto que Gray sale de su campo urbano usual, pero no deja de contar una historia
mil veces repetida, otro argumento más sobre un hombre obstinado, aventurero y mediocre
que pelea contra los elementos, sociedad, etc., y deja detrás a una mujer
muchísimo más interesante que él. Gray cuenta su historia usual, pero crea un
interesante personaje femenino solo para dejarlo en bastidores. ¿Para qué irse,
una vez más, al Amazonas, persiguiendo a un personaje de cuarta, cuando el
bueno queda atrás y su historia, para más inri, nunca suele contarse? ¿Tan solo
para mostrar la condena arrojada sobre la mujer, para siempre sumida en un
Amazonas que invade su vida, sin que nunca pudiera ir allí, acaso incluso por
la prohibición expresa de hacerlo? El protagonismo femenino de The immigrant hace lamentar doblemente
lo que no deja de parecer un ensimismamiento tan mitológico y cinéfilo (una
tradición de cine de aventuras, ya periclitada, que incluiría Apocalypse Now y a la que Z no aporta nada) como masculino. Z es Gray, no atreviéndose a mirar a
otro lado, pese a ser consciente de aquel y decirnos incluso que lo es. Una
película no muy valiente sobre un hombre cuya valentía solo estaba a la altura
de su estupidez. Tal vez, la película que nos muestra los límites, en todos los
sentidos, de Gray.