En un recordado momento de Grizzly man, Werner Herzog nos decía que
a veces Timothy Treadwell (su protagonista), al grabarse a
sí mismo, registraba momentos de naturaleza al desnudo de los que no se
apercibía. En pantalla, el hombre se filma a sí mismo (estaba solo, así que se
imponía el plantar el trípode, darle a grabar y ponerse delante, ¿habrá
conocido esto Herzog alguna vez?), pero no le gusta cómo queda así que sale de
cuadro para repetir y deja la toma continuar; vemos entonces un trozo de
pendiente, creo recordar, y la vegetación común del lugar (nada espectacular ni
llamativa, simples hierbas cruzadas por un camino) movida por el viento, creo
también recordar. Es una imagen anti-postal, como dice Herzog que le gustan a
él, un fragmento agreste, común, pero ciertamente hermoso cuando arrancado de
su mundo por un encuadre y protagonista al colarse entre dos intentos de hacer
una buena toma. Herzog nos habla del misterio de esas imágenes que se le pasan
al actor, que se cuelan entre sus grabaciones. Ahora bien, cuando este se va y
el espacio queda solo, Herzog no nos deja mirarlo sin más, para que apreciemos
por nosotros mismos ese misterio. No. Porque Herzog pone música (misteriosa, o
bonita, o qué sé yo). Así que Herzog rescata lo que a su protagonista se le
pasa, porque ve en ello misterio, magia, pero esos misterio y magia no le
parece que se vean sin más, igual cree que a nosotros nos va a costar, así que
pone música, para ayudar. Resultado: el misterio no está, el misterio se dice.
(Y aún añado algo: por si alguien no lo sabe, Herzog nunca vio las grabaciones
de Treadwell; al conocer la historia, encargó
a un equipo que vieran ellos el material, dándoles indicaciones sobre lo que le
interesaba para montar la película; esto significa que Herzog sabía desde el
principio que esa imagen que él rescata estaría allí, porque son imágenes que
siempre están en un rodaje, cuando por lo que sea no se corta entre dos tomas,
o en multitud de momentos por diversas razones; no me puedo ni imaginar la cantidad
de momentos así que debe haber en los brutos de Herzog, y en tantos lugares
como ha rodado… y todos ellos, sin música: más valientes en sí mismos que lo
que nunca serán las películas que construye con ellos). Hay cineastas que miran
y escuchan, y luego hay cineastas que dicen que lo hacen.
Cuando uno va a ver una
película de Martin Scorsese llamada Silencio,
ya sabe que ese título va a ser mentira, porque Scorsese no se calla ni debajo
del agua. Cuando al principio, sobre pantalla en negro, escuchamos el sonido de
la naturaleza, los insectos, etc., creciendo cada vez más, para de repente
interrumpirse de golpe, súbitamente, al tiempo que aparece sobre el negro la
palabra “silencio”, es evidente que es más silencioso el sonido de los grillos,
porque el silencio de Scorsese es uno que se proclama a sí mismo a voz en grito.
A favor de Scorsese hay que
decir que la música se minimiza (no quiero ni imaginarme esto en manos de
Spielberg) y que la importancia que concede a la materia (o el a veces facilón
modo en que subraya la suciedad de los cuerpos y espacios) se corresponde con la
atención al sonido, o dicho más precisamente, a ese campo sonoro nuevo donde se
introducen los dos sacerdotes jesuitas, respetado hasta el punto de que
encontramos escenas donde tan importante es el canto de un grillo como lo que
vemos… aunque, por supuesto, ese canto será elevado en su volumen acústico para
que no solo sea la banda sonora del momento, sino para que todos advirtamos que
lo es, que está ahí, que se lo está haciendo valer. De nuevo: no se trata de
hacer, sino de decir que se está haciendo (y por lo tanto, finalmente no
hacerlo; la consecuencia no es necesaria pero sí común). Igualmente los planos generales
colocarán a la figura en un extremo del encuadre, ocupando el resto con el
paisaje: mira, nos dice Scorsese, estoy mirando. Scorsese no puede mirar algo
sin hacérnoslo notar, sin decirnos que lo hace, de hecho es más importante lo
segundo que lo primero.
Los dos silencios principales
de la película son, claro está, el de Dios y el del propio protagonista después
de su apostasía, donde la voz en off cambia de persona, y ya no se trata del
sacerdote que relata su historia sino de alguien exterior que nos la cuenta desde
lo poco que sabe de su vida posterior al abandono de su fe. Ambos silencios
serán, claro está, violados, aunque con distintas consecuencias en cada caso.
El primer silencio será roto
por la propia voz de Dios (o de Jesús, o lo que sea), que por fin habla y dice
al sacerdote que pise su imagen. Puede parecer una facilidad, pero de aquí
emerge lo más interesante de la película (ahora bien, igual está ya en el libro).
Evidentemente, la fe es así: no hay demostración de la existencia de Dios que
no termine con el propio ente a demostrar alargando la mano al último eslabón
de la argumentación para que llegue a donde por sí mismo le es imposible. Dicho
de otro modo: todas las demostraciones de la existencia de Dios necesitan la
participación de este mismo para funcionar, es decir: no funcionan; necesitan
voluntad, artificio, en este caso: voz en off. Scorsese hace que Dios mismo
hable al jesuita y le diga que le pise, que no importa. No hace que el jesuita
nos diga que Dios le habló, no: hace que nosotros mismos escuchemos. Poderes de
la ficción. Por supuesto, es inevitable que la ambigüedad persista hasta cierto
grado: ¿es Dios quien le habla? ¿es el propio sacerdote quien se habla a sí
mismo, auto-engañándose? ¿es el diablo, como en La última tentación de Cristo? No lo sabemos, pero no seamos impertinentes
y vamos a suponer que es quien Rodrigues (nombre del jesuita, espantosamente
encarnado por Andrew Garfield) y Scorsese piensan: el silencio se rompe, roto
por una voz que emerge solucionando el dilema, y que es de Dios, de donde se
siguen interesantes consecuencias.
Una es el abandono de una
arrogancia misionera que trata de imponer una nueva religión en un lugar del
que se ignora todo: el primer diálogo con Ferreira (Liam Neeson, magnífico por
cierto, y apoyado en los mejores diálogos del guión), presenta una demoledora
explicación del modo en que los japoneses entendían el cristianismo, modo que
era totalmente opuesto a lo que los cristianos pensaban, manteniendo solo la liturgia
(claro que esto es lo que dice Ferreira). La voz apoya el abandono de esta
misión a favor de la salvación de la vida de los japoneses torturados, lo que
implica poner la vida por encima de la confesión religiosa.
La segunda consecuencia se sigue
de esto: la intrascendencia de la imagen y los signos. Cuando el anciano del
primer poblado extrae una imagen religiosa cuidadosamente escondida en su
cabaña, la rescata del secreto y la prohibición, devolviéndola a una luz donde
su dañada integridad se convierte en orgullosa resistencia, se puede sentir la
importancia que el cristianismo siempre ha dado a las imágenes, y que tan
importante ha sido para su expansión. Esta línea discursiva es lo más
interesante de Silencio (como diría
Angel Sanchidrián, “es lo que le da la calidad a la película”), pues el propio
Dios acaba diciendo al sacerdote que es mejor pisar su imagen que dejar morir a
unas personas, abjurar públicamente de la fe a causar la muerte de nadie por
ella (aunque en puridad matan los japoneses, claro está, pero la trampa es la
que es: abandonas tu fe=pisas la imagen, o ellos mueren), lo que implica una
irrelevancia en último término tanto de la imagen religiosa como de la
dimensión pública de la fe, dos elementos que se dan la mano. Los apóstatas que
requisan imágenes y objetos cristianos de los comerciantes extranjeros han
pasado a un estado de fe en el que la imagen es, simplemente, intrascendente…
lo cual es más que decir “irrelevante”: la película sitúa en el sentido de
trascendencia el corazón del cristianismo a la par que aquello que los
japoneses, al decir de Ferreira, no pueden entender. Las imágenes carecen de la
trascendencia que los cristianos las dan, son significantes vacíos, la
trascendencia está en otro sitio: el interior que otorga los significados. No
hay más signo de la fe que el interior de uno mismo, el significado yace
dentro, el significante puede albergar lo que sea. Según Scorsese, los jesuitas
han visto muy bien su película, observando que, “en lugar de morir como un
mártir, que hubiera sido una especie de triunfo para Rodrigues, termina
convirtiéndose en una figura mucho más parecida a Cristo que lo que nunca ha
sido, porque lo abandona todo y lo que queda es pura compasión. Rodrigues se
cuestiona en determinado momento qué es de verdad lo que está vendiendo. Tiene
que descubrirlo, debe rechazarlo para poder hacerlo. Lo pierde todo y lo
encuentra en sí mismo” (entrevista realizada por Gabriel Lerman para Dirigido,
enero 2017, p. 23). Silencio es en
este sentido una enérgica y encomiable defensa de la tolerancia religiosa: el
propio Dios pide que la fe no se imponga, no se siga predicando: es un camino
personal y nadie debe morir por ella o, mejor dicho, causar muerte ajena, al
menos, por ella.
Ahora bien, tras la
apostasía la voz interior del sacerdote desaparece, y un comerciante pasa a
relatarnos su historia, o lo que de ella le llega. Su interior pasa a ser un
secreto, para todos menos para sí mismo, y en consecuencia también para el
espectador. Es el otro silencio de la película: ¿qué pasa en el interior del
sacerdote? ¿Abandonó realmente la fe, o no? Y es nuevamente otro silencio roto,
uno que Scorsese no tiene el valor de permitirse, haciendo que la cámara (o el
ordenador o lo que sea) entre en el espacio que alberga al exsacerdote muerto, ajeno
para siempre a las miradas de los vivos, y se llegue hasta las manos cerradas
para descubrir (recordemos lo que pasaba con las demostraciones de Dios), entre
ellas, la cruz.
Los signos visibles,
externos, por tanto, retornan. Si el valor de la fe de Rodrigues yace en su
interior, ajeno a toda manifestación externa, Scorsese no podrá soportar esa
lejanía y decidirá superarla yendo hacia atrás, volviendo al objeto, a la
imagen, como signo de la fe. La fe de Scorsese parece débil, tanto en Dios como
en el cine: ¿cree que este último no tiene capacidad para penetrar en el alma
humana y mostrar su fe sin recurrir a cruces escondidas? Difícil se lo pone
recurriendo a actores como Garfield, pero cosas más difíciles se han visto. El
cine como arte del “si no lo veo no lo creo”, del no creer hasta hundir el dedo
en la llaga, recuperando en su última imagen al signo material cuyo abandono
había sido precisamente la condición para pasar a un estado mayor en la
vivencia de la fe. Scorsese también podría haber renunciado a conocer la verdad
última sobre la creencia o no de Rodrigues, algo que implicaría respetar su
silencio, pero su fe no es como la de su protagonista, hemos visto, y necesita
proclamarse. Si en Rodrigues la fe implica, en último término, el silencio, en
Scorsese sucede todo lo contrario: posiblemente para él careciera de sentido
contar esta historia sin esa cruz final. Silencio
es una de esas peculiares ficciones donde el narrador es a todas luces muy
inferior a su protagonista, lo que en última instancia puede poner en duda a
este: con lo dicho, el sacerdote pasa de ser un hombre que vive su fe
interiormente a uno que la vive escondido, y así en última medida un cobarde y
acaso entonces la voz escuchada en el momento decisivo sí fuera en realidad la suya
(o del diablo), aunque también es cierto que pisar una imagen no es pisarlas
todas, ni pisarlas para siempre. Scorsese manifiesta bien cómo el cristianismo
no es la religión de la imagen, sino la de la voz y la palabra (no en vano es una
de las religiones “del libro”), pues toda imagen cristiana tiene en el fondo
una leyenda y un lugar en una liturgia, hay un decir que le da su sentido y
función. Los misioneros no se dan cuenta de que, por idioma y cultura, los
japoneses mantienen las imágenes y los rituales, pero que su voz es distinta y
con ella sus significados: la voz de Dios, de la Iglesia, no les llega, así que
interpretan sus signos como quieren. Rodrígues había trascendido esta
dimensión: Scorsese se niega a hacerlo.
Tampoco es que Hollywood
ayude. Scorsese tiene todo el poder de una industria para atravesar paredes e
iluminar el interior de las manos de los muertos: acciones que no precisan
grandes presupuestos (no los hay en este caso), pero el hábito a los cuales
ayuda a concebir, a saber que se puede hacer, espolea a hacerlo. Scorsese no
puede soportar el no saber si su sacerdote mantuvo la fe o no, no puede
soportar que ya no hable. El silencio solo servirá para reforzar la voz que lo
rompe, y dice: yo creo, él creía. Dios y el CGI proveerán. En el camino, se
queda una posibilidad intermedia (pues quede claro que ninguna defensa a
ultranza quiero hacer yo del silencio de las imágenes, el cine o lo que sea, y
que Scorsese tiene todo su derecho a defender su fe y proclamar la de un
personaje que, al fin y al cabo, es ficticio): la de simplemente pensar cómo
decirnos la fe mantenida en secreto, sin trucos ni añagazas, simplemente
observando a un ser humano. Pero para eso habría que tener una capacidad no
solo para la sutileza, sino para pensar la puesta en escena (y el casting), que
Scorsese perdió hace ya demasiados años.