viernes, 30 de octubre de 2015

"Señales" y la narración demiúrgica

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    Raúl Ruiz lo llamaba “teoría del conflicto central”, o también “postulado Ibsen-Shaw”: la narración, o la obra al completo, debe estar ordenada en cada uno de sus aspectos en torno a un conflicto, central por esto mismo. Era para Ruiz el paradigma reinante en el cine de Hollywood, formado alrededor suyo, aun cuando no sean raras las excepciones y estas, precisamente, acaben siendo las que más fascinación suelen generar. La mejor broma del cine americano, nos decía Ruiz, es que están obsesionados por la verosimilitud cuando precisamente sus películas son las más inverosímiles y encima 1/ es eso lo que nos gusta de ellas, y 2/ es su obsesión por la verosimilitud la que más inverosimilitud genera, pues nada más lejos de la realidad que las reglas de lo verosímil creadas por tal paradigma. Pero verosimilitudes aparte, la clave de este planteamiento es lograr que cada elemento de la obra guarde una coherencia con esta y, sobre todo, que sirva para algo, tenga alguna utilidad en el conjunto de la construcción narrativa.
    Uno de mis ejemplos favoritos, y más intensos, se encuentra en el comic, concretamente en la obra de Alan Moore, llena de elementos de todo tipo que siempre acaban teniendo algún tipo de relevancia o jugando algún papel (y hablamos incluso de elementos del fondo de las viñetas, como los nombres de las tiendas o de las bebidas tiradas por la calle). Posiblemente la muestra más excesiva de esto se encuentra en V de Vendetta, donde V llega a ser un personaje casi demiúrgico, ya que su plan prácticamente acaba implicando una milagrosa previsión del azar. La obsesión de Moore por las maquinarias narrativas perfectamente engrasadas y coherentes le llevaba en esta obra a prácticamente cargarse su contenido anarquista, sustentado como estaba sobre un superhéroe heterodoxo (como todos los suyos) que trataba de empoderar, como se dice ahora, a los ciudadanos, pero enmarcando todo en una planificación que por su carácter a todas luces imposible, devenía casi divina, es decir trascendental. Esta tendencia de Moore será llevada a la hipertrofia en la clásica Watchmen, donde ni un solo rincón de la viñeta es ajeno a la narración y todo acaba cumpliendo una misión. Si Watchmen es una obra central en Moore es entre otras cosas (también es una magnífica obra teórica sobre la naturaleza del comic, pero eso para otro día) porque muestra el corazón de su narrativa y su mundo, ese comic considerado como un gran reloj, un mecanismo perfecto donde ninguna pieza debe sobrar o faltar a su función, donde cada elemento tiene su necesidad propia.
    A esto me gusta llamarlo “narración demiúrgica”, aunque podríamos llamarla también “narración leibniziana”, tal como en algún otro sitio yo proponía una distinción entre cine leibniziano y spinozista. Todo en la obra está conformado en torno a un plan, ningún elemento queda ajeno a él. El reloj era también un modelo de la creación divina para Leibniz, donde cada mónada, cada ser, cada acontecimiento estaba engarzado con los demás por Dios en atención a construir el mejor de los mundos posibles. Ni el más mínimo de los acontecimientos en Watchmen carece de trascendentales consecuencias o de un engarce singular con algún otro de los elementos de la obra (la narración del protagonista del comic de piratas se convierte en la de una escena “real” y además está escrito por uno de los creadores del extraterrestre que habrá de matar tanto a los lectores como a los vendedores del quiosco, en esa esquina de Nueva York que servirá a Moore para dar a sentir toda la dimensión individual de la catástrofe final). La relación de este modelo narrativo con lo divino o trascendental se acaba explicitando además en Moore en obras tan ricas, tan reveladoras, como la monumental Promethea, donde el sistema es llevado al universo al completo, aunque proponiendo una suerte de revolución cósmica donde todos los órdenes trascendentes, todas las dimensiones físicas y espirituales, los planos reales e imaginarios son unificados en un solo orden inmanente. Más revolucionario imposible.
    Tampoco es por ello extraño que sea este modelo el que sirva para que M. Night Shyamalan consiga que al final de Señales el personaje interpretado por Mel Gibson decida volver al sacerdocio. Señales (Signs), junto a las obras de Moore, es una de las películas (ahora no caigo en otra, acepto sugerencias) que mejor permite ver el fondo teológico de este paradigma narrativo (al que Ruiz, tal vez por ser también estudiante de teología, fue muy sensible; hay que decir que Ruiz fue siempre un cineasta leibniziano, muy conflictivo y díscolo eso sí, que aspiraba a ser del tipo spinozista y que casi lo consiguió en obras cumbre como Cofralandes; pero esto también lo dejamos para otro día).
    En Señales, Gibson es un sacerdote, supongo que protestante, que al perder a su esposa en un terrible accidente pierde también la fe en Dios. Un día, unas extrañas y enormes señales aparecen en su maizal; acaban siendo de extraterrestres que se disponen a invadir el planeta. Las señales, que además dan título a la película con toda justeza, son por tanto signo de algo, y este hecho es el central de la obra. En cierto momento, Gibson plantea a su hermano (Joaquin Phoenix, que junto a Gibson forman aquí la mejor pareja cómica de la década pasada... ¡y lo digo sin choteo!) que hay dos tipos de personas: los que creen que todo se debe a algo o los que piensan que simplemente existe la suerte, la casualidad, en suma la fortuna. En una película hollywoodiense no creer en la necesidad de las señales siempre implicará la desesperanza, porque no se considera ni de broma la existencia del análisis racional de las situaciones concretas (lo racional es en el cine de Hollywood y generalmente en el de terror siempre una explicación absurda señal del miedo a asumir la realidad, es decir que al final uno acaba encontrándose siempre en medio de un conflicto entre irracionalidades). Gibson, que por su rechazo de Dios ya no está entre los del primer grupo, carece por tanto de esperanza cuando se evidencia que los extraterrestres son hostiles. Sin embargo, en el momento final descubrirá que todo cumplía su función: las últimas e incomprensibles palabras de su mujer antes de morir, ejemplo para él de la falta de sentido del mundo, del reinado del azar y el caos, estaban allí para permitirle saber qué hacer cuando se tope con el alienígena en su salón, amenazando a su hijo; los récords bateando de su hermano llevan al bate colgado en la pared y su capacidad para derribar al extraño, y su récord en eliminaciones a que no se encuentre en ese momento en otra ciudad como jugador de la liga profesional sino en la casa de su hermano; y que su hijo padezca una crisis de asma acaba sirviendo para que no muera víctima del gas del extraterrestre. Todo tiene sentido. Todo estaba ahí dispuesto para algo, con una finalidad.
    La explicación por las causas finales, el “para”, el pensamiento teleológico, constituía para Spinoza la raíz de esa antropomorfización de Dios a la que se oponía con saña, la idea de Dios como el tranquilizador fin del inevitablemente infinito camino de la pregunta por la causa (me remito al apéndice del libro I de la Etica, que todo el mundo debiera leer al menos una vez en la vida). Pero los ojos no se hicieron para ver, sino que vemos porque tenemos ojos. El pensamiento teleológico es una mistificación que nos hace creer que el mundo ha sido hecho para algo (y por lo tanto, por alguien, además con voluntad y entendimiento), cuando no es sino una concatenación infinita y eterna de redes causales que hemos de analizar para entenderlo, para saber vivir en él, y por supuesto para transformarlo, si queremos. El modelo demiúrgico nos dice que todo está ahí por una razón, dispuesto con un objetivo muy concreto, que aparecerá en el momento adecuado. Ese modelo es el de “el cine de todos los días”, el de tantos manuales de guión, y el de Señales, nada novedosa en ello salvo en que hace que esta ordenación narrativa sea la que lleve precisamente a Gibson a volver a creer. Señales evidencia el fondo demostrativo, discursivo, del modelo, pues Shyamalan cumple con su misión de guionista ordenando todo en torno al conflicto central, ordenación que será la que acabe resolviendo la crisis de fe que posee el protagonista. Es el modelo de narración de Señales, el modelo de narración de Hollywood, el que demuestra que existe Dios.
    Que el cineasta es bien consciente de esto nada lo prueba tan bien como que decidiera interpretar él mismo al hombre que pone en marcha todo, el que mata a la mujer del sacerdote al dormirse conduciendo, y enunciar con la mayor explicitud posible el “mensaje” de la película en su único parlamento: “it was like it´s meant to be” (fue como si estuviese predestinado, o escrito). En efecto, él mismo lo escribió. Después se disculpa del sufrimiento infligido a sus criaturas (supongo que a muchos de esos cinéfilos obsesionados con que un cineasta, no sé por qué, debe querer a sus personajes, esto les agradará mucho), y al final se marcha diciéndole que le ha dejado su segundo regalo encerrado en la despensa: el extraterrestre al que Gibson asustado cortará los dedos y que será por ello abandonado en la retirada por sus congéneres, pasando a atacar al niño. Y es que Dios, no lo olvidemos, escribe recto, pero con renglones torcidos…


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La teoría del conflicto central está expuesta por Raúl Ruiz en muchos textos y entrevistas, pero sobre todo en el primer volumen de su Poética del cine, cuya primera traducción al castellano es descargable aquí. Otra interesante referencia, donde se nombra al postulado Ibsen-Shaw, además de a David Bordwell y hasta a George Bush, se puede leer aquí.  Dicho sea de paso, sobre el postulado Ibsen-Shaw no logro encontrar información aparte de Ruiz, pero no creo que se lo haya inventado e imagino referirá algo establecido en el libro de George Bernard Shaw sobre Ibsen. Si alguien tiene información sobre el tema le agradeceré que me saque de mi ignorancia.