jueves, 25 de diciembre de 2014

Salomé




    El pasado martes, caminando por Lavapiés con Mario, me asaltó de repente la certeza, la evidencia de que nunca más volvería a encontrarme a Salomé por aquellas calles. Cruzarse con ella era una de las ventajas de vivir por esa zona; aunque en los últimos tiempos esos encuentros fuesen cada vez más inusuales, seguían siendo posibles, y que esa posibilidad desaparezca es algo desgarrador que me hace más deseable todavía el abandonar esta ciudad de la que hace un par de semanas le decía a un amigo, ignorante de la crueldad que los días siguientes nos deparaban a todos, que tenía ya para mi “demasiados esqueletos en sus armarios”. No caminar las mismas calles hará menos doloroso el saber que ya nunca más me encontraré con ella, viéndola venir a lo lejos, con sus inseparables Nico y Lotta, y detenernos a hablar de a saber qué, siempre con esa mezcla de reflexión cuidadosa y comentario maligno que tan bien se nos daba cuando nos juntábamos.  
    Lo hará menos doloroso, pero será imposible olvidar, porque no es su muerte la que ha hecho de Salomé una de las personas más importantes y queridas de mi vida, es decir, una de esas personas mágicas a las que te llevas para siempre, ya, contigo.
    El día que me asaltó, que me golpeó esta certeza, Salomé no había fallecido todavía, lo que hizo más dura la sensación, como el leer a las voces que en los comentarios de facebook ya hablaban de ella en pasado. En realidad, volvíamos del hospital, de verla junto con Javier, los tres junto a su cama como si fuéramos personajes de El mago de Oz, despidiendo a la adorada Dorothy. Aún consciente, pero ya entre las brumas de la sedación, llegó a reír alguna de las bromas que son lo único que soy capaz de decir en estas situaciones. Qué vas a hacer, ¿llorar? Saber que entre sus últimas sonrisas se encuentra alguna provocada por mi es tal vez lo único que consuela en estos momentos en los que ya es cierto que se ha ido, y que no volverá. Escribo en Santander, para colmo, donde el frío no es tan duro como en Madrid pero es en cambio como una categoría ontológica, un esencial antropológico, un frío interno que te quiebra y te emponzoña. Todo lo que no era la sonrisa siempre cálida de Salomé. O la sarcástica y burlona, que también la tenía y me encantaba.
    Acabo de leer un comentario en facebook escrito por una amiga de Salomé a la que no conozco, Belén Guerra, que me parece la retrata tan, tan bien. Me permito la libertad de reproducirlo aquí:

    El 25 de Mayo del 2014 pasará a la historia como el día en que todo comenzó a cambiar de verdad. 

    Yo personalmente, ese día tuve el honor de acompañar a Salomé Ramírez en la tarea de inventar de la nada el típico lugar donde un partido político se reúne a celebrar resultados, llegado el caso. Yo, ni siquiera sabía que estaba tan enferma. 

    Ella, con la fuerza de mil ejércitos iba construyendo su casita de muñecas: aquí la sala de prensa, aquí el catering, uy y las cámaras y aquí los de redes que son un montón, uy el streaming y claro, la decoración!!!. "Que no nos quede cutre Belén, eso nunca". Yo le decía: "yo creo que así está bien", me miraba con cariño y decía. "Chapuzas no, nosotras no". Y yo decía: "pero Salo no nos da tiempo" y ella decía: "Ya verás que sí".

    Me van a permitir que recuerde el 25 de mayo de 2014 como el día en que aprendí de Salo cómo se hacen las cosas. Mientras PODEMOS empezaba a darle la vuelta a todo como un calcetín.

    Hasta siempre Salo!
    Me disculparán que hable tanto de mi como de ella, pero me es inevitable: a pesar de que sin duda no consiga transmitirlo, porque es imposible y porque no estoy para muchos trotes, durante un tiempo mi vida estuvo anudada al trato con ella, a la labor en común. La conocí ya no sé hace cuántos años, como asistente al mejor seminario al que he tenido el placer de ir, el que al tema de la biopolítica dedicaban Javier Ugarte, Germán Cano y Jacobo Muñoz en el CSIC, personas todas ellas queridas y valiosas. Salomé era una rubia muy guapa, a la que recuerdo sentada frente a Mario y a mi, sonriéndose de las inaudibles pero evidentes malignidades que los dos solíamos compartir. Enseguida trabamos amistad con los miembros del seminario y descubrimos que Salomé era pareja de Germán Cano pero, sobre todo, la fuimos conociendo mejor. Envidiamos a Germán de forma secreta, y a veces hasta manifiesta. Tanto, que incluso hoy mismo seguimos haciéndolo.  
    Por mi parte, el trato pasó a ser cercano tras el seminario de cine y filosofía que Miguel Alfonso Bouhaben, Miki, impartió junto a Ana Useros y Violeta Alarcón en la Facultad de Filosofía de la UCM. Un grupo de gente que allí entablamos contacto, y entre la que estaba Salomé, montamos a proposición suya un seminario en Cruce, llamado On/Off Deleuze. Miki, Ana Useros, Ana J. Revuelta, Viole, yo, y Salomé. Hay que decir que de ella salió la propuesta, vinculada a aquel espacio del que yo, hasta entonces, solo tenía un recuerdo: una chica a la que quería, y que ya no me quería a mi, desapareciendo tras sus cristales empañados. Salomé abrió aquel espacio y no dejó de hacerlo desde entonces. Yo, que no hablaba en público desde la clase en que puse porno a menores en Santander (era la misma época de los cristales empañados, qué quieren), allá por finales de 2003, di tres ponencias que en cierto modo me pusieron en circulación de nuevo, me devolvieron a un ruedo que ya no he abandonado y al que Salomé siempre hizo por meterme aún más. La experiencia de aquel seminario fue clave para mi por muchas razones, también personales: fue una época extraña a la que justo en estos momentos vuelvo a rondar, por una película que quisiera terminar de una vez, y cuyas primeras imágenes llegué a proyectar en los momentos previos a la segunda de mis ponencias: solo Salomé llegó a verlas, o al menos a comentarme algo de ellas. ¿Para qué demorarse en decirlo? Era una persona atenta como pocas, sobre todo atenta a tus cualidades y preocupada por fomentarlas. Escuchaba o miraba, atenta, comentaba y, muchas veces, y cada vez más, proponía: un taller, curso, ponencia, película… ayudaba, animaba, incluso empujaba. Yo quería siempre su opinión y no puedo expresar cuánto me duele saber que no la tendré nunca más. Me alegró mucho que la gustase Valparaíso, 2011. Observaciones de un turista (ella la proyectó por primera vez, en un pase de prueba en Cruce para algunos amigos), y que además me alabase su subtítulo, pero nunca sabré qué pensará de Tres caminos a Cádiz, y me perderé la charla antológica que siempre supuse íbamos a tener sobre ella (la película es material de primera para nuestros chascarrillos). Inserta ya para siempre en mi sistema nervioso, cuando escribo un nuevo artículo, entrada de blog, película, siempre me pregunto qué pensará Salomé. Es una de esas personas de las que te preocupa su opinión, que en cierto modo ayudan a configurar tu criterio, incluso cuando no pueden estar ahí para opinar, y eso es porque la conoces, has integrado en ti mismo parte de su visión, porque te importa, te preocupa: está, como digo, en tu sangre. Aunque me gustara hacerla rabiar a veces, era una persona a la que me gustaba gustar. Pocas frivolidades en esto: la quería mucho. Era una gran amiga. Me lo demostró muchas más veces de lo que pude yo demostrárselo a ella.
On/Off Deleuze: "El seminario más alcohólico de Madrid"
    Di tres conferencias en aquel seminario, el mismo número que ella. De lo peculiar de su aportación da fe la doble sesión que le dedicó a la imagen-afección en David Lynch: la primera, en vez de tratar del cineasta, fue un impecable análisis de políticas laborales en el neo-liberalismo, amén de su plasmación en campañas publicitarias y materiales de circulación interna. Pura y dura biopolítica. El caso concreto era Telefónica, la empresa donde trabajaba y que tenía analizada al dedillo, tanto que yo solía bromear, muy en serio, diciéndola que le dedicase la tesis a ella, en vez de a Lynch. Se reía siempre mandándome a la mierda, pero realmente conocía la empresa muy bien y la analizaba mejor. ¡Y nos dio una sesión sobre esto para introducir su reflexión sobre Lynch! Llámenlo como quieran, para mi es un ejemplo.
    De lo interdisciplinar hicimos bandera en el siguiente seminario, Cine Y, bastante más complicado y agotador, donde Salomé empezó a ejercer de tejedora imparable y brillante de lazos y proyectos comunes. Allí proyecté por primera vez tres cortometrajes propios, que la gustaron, para mi alegría. Pudimos y debimos haber seguido por ese camino (y si no lo hicimos, la culpa es solo mía, ella me lo propuso más de una vez), pero en su lugar nos metimos en una derivación extraña que nos sobrepasó, Los Límites del Cine. Horror a cuya frenética experiencia creo que se debe sin embargo la eficiencia posterior descrita más arriba por Belén Guerra. A mi, me mató; a ella, la hizo más fuerte.
    Aquella experiencia horrible, que temerariamente emprendimos juntos y prácticamente a solas, fue para mi una máquina asesina de la que solo me salvé, dicho en claro, porque ella asumió casi todo el trabajo. La culpa por ello siempre me ha perseguido en no pequeña medida. Lo reconocí públicamente en mis tres crónicas del ciclo (que dan fe de mi deplorable estado del momento, incluso sin la necesidad de leer entre líneas), pero la verdad es que nunca hubo un día en que la mirase y dijese: Salomé, tú y yo sabemos que fui un inútil aquellos días, que tú lo hiciste todo, que no estuve a la altura, ni del proyecto ni de ti. Fueron meses que nos machacaron a los dos, a mi por mi predisposición a ello propia del momento, y a ella por la sobrecarga de trabajo debida a mi incapacidad, y siempre he tenido la sensación de que fue protectora conmigo; igual me equivoco, pero es mi impresión: me había metido en una situación que, en el contexto emocional en el que me encontraba, no estaba preparado para afrontar. Ella, que sabía de aquella relación que acababa de terminar, con cuánta ilusión empezó y con cuánta amargura y rabia terminó, estoy seguro de que lo tuvo en cuenta. Y de que si no me mandó a la mierda, fue por eso.
    De hecho, no solo no lo hizo, sino que en la casa que compartía con Germán pasé mi última semana en España y la primera al volver de Chile. Incluso el billete lo pillé a través de Salomé. Con ella (y Mario) hice mi maleta, y fui al aeropuerto. Suya fue la primera llamada al día de llegar a Valparaíso. Lo recuerdo tan claramente, en la micro camino de casa de Diego, mi nueva casa, justo tomando la rotonda dirección de Playa Ancha frente al ascensor Artillería, suena mi teléfono nuevo (el más barato de la tienda), lo cojo y es ella. Preguntando si estaba bien, qué tal el viaje (yo había partido enfermo), la llegada, la nueva casa, si necesito algo, etc. Siempre ahí. Solo al volver a Madrid no pudo estarlo, y fue porque Nico la necesitaba: a los pocos días de llegar yo, Nico enfermó de algo grave y entre Germán, Salomé y yo la llevamos al veterinario. La recuerdo llorando aquel día: era casi seguro que Nico moriría. Pero no, Nico se salvó, sigue viva, y cada vez que pienso en ella lloro el doble (y acabo de leer otro mensaje en facebook donde veo que aquella experiencia también le sirvió para aconsejar a otros que se vieron con similar problema). Nico, Lotta.  

    Lotta apareció, para mi sorpresa, cuando alguien, creo que Daniel, me había ya avisado de la enfermedad de Salomé. Me temía una persona agotada, machacada, y sin embargo ahí estaba, Salomé caminando por la calle ya no con una perra, ¡sino con dos!, y ambas igual de fuertes y salvajes. La recuerdo bien, los dos sentados en una terraza de Argumosa, explicándome la situación de su enfermedad: no parecía describirme la terrorífica situación en que se encontraba, sino las inmensas posibilidades que se le abrían (y aquí hay que recordar que en España había sucedido una cosa llamada 15M y que Salomé, como Germán, estaba a fondo en ello y lo que siguió). La enfermedad era para ella como una oportunidad: de dejar Telefónica y concentrarse en las cosas que de verdad la importaban. Siempre tuve la impresión con Salomé de que se dedicaba más a los demás que a sí misma, impresión posiblemente falsa aparte de que solo Paulo Coelho y sus miserables seguidores pueden sostener ese pensamiento despreciable según el cual hay que quererse a uno mismo para poder querer a los demás; pero sí me parecía que había algo que aún debía emprender, que había algo que la sujetaba impidiéndola avanzar todo lo que podía. Igual me equivoco y tiendo a leerlo todo desde mi propia frustración congénita, pero aquel día, lívido por la descripción del terrible cáncer que la habían descubierto, encontré también sin embargo, por primera vez, a aquella Salomé soñada, que mandaba a la mierda los lastres y afrontaba la vida como un sujeto pleno de fuerza. Parece increíble, pero mi impresión es que la enfermedad dio a Salomé un extra de fuerza, la llenó de vida y energía. Esa claridad y capacidad de decisión y trabajo que siempre tuvo parecía apoderarse de todo y daba la impresión de que empezaba una nueva vida y que nada podría con ella.
    A partir de aquel momento, cada encuentro era una propuesta de hacer algo: un curso, un taller, un ciclo de cine… yo siempre estaba absorbido por algo y el recuerdo de Los Límites del Cine había mermado considerablemente mis ganas de hacer nada en ese terreno. Solo en la anterior primavera pensé proponerla algo, pero el trabajo en la tesis y el compromiso para la coordinación de un libro me lo impidieron. Es una pena, la hubiera tratado mucho más estos últimos meses; me imagino todo lo que hubiéramos cotilleado y nuestras peleas sobre Podemos. Era una fiesta disentir con Salomé, aunque la última vez que la vi en Cruce el encuentro fue tan breve que solo me llevé la impresión de la disensión en bruto, no tanto el buen rollo que sin duda había pero no tuvo tiempo para manifestarse con la intensidad debida.
    Ahora todo acabó. En los últimos años la vi poco pero la posibilidad de encontrársela alegraba los paseos por el barrio. Reconozco que en algún momento duro he paseado con esperanza de cruzarme con ella, porque era comprensiva y ayudaba con su sola presencia incluso aunque no le contases nada, que es lo que suelo hacer porque en los malos momentos soy absurdamente discreto. Yo no la preguntaba por su enfermedad porque a la enfermedad no hay que concederle nada, porque no quiero que nadie lea en mis ojos su desastre, solo la imagen de cómo lo vence. Mis “¿cómo estás?” no incluían la salud, no en su caso al menos, porque era muy evidente que las fuerzas de Salomé se redoblaban, se duplicaban, que la lucha la hizo crecer. Algunos no nos damos cuenta de que en la lucha se crece y tendemos a buscar la cobarde sobreprotección de la inactividad y la soledad. Cómo  nos equivocamos, cómo nos lo demuestra Salomé en sus últimos años.
    Decía Pasolini en un viejo y célebre escrito que la muerte da el sentido de la vida, que solo ella permite explicarnos. Que se pudra Pasolini. La muerte no da nada, ¿tan difícil es ver que solo quita? ¿Qué sentido dio tu muerte a tu vida, Pasolini? ¿Qué sentido ha dado a la de Salomé? Tan solo nos privó de un desarrollo que nadie puede predecir. Qué terrible esta necesidad de dar sentido a lo que solo es una putada: la muerte. Gorin escribió que Straub, en el entierro de Daniele Huillet, co-autora de toda su vida, compañera de toda su obra, empezó a gritar furioso y salió corriendo, perseguido por algunos asistentes. Me resulta más admirable esa negativa, esa insumisión a aceptar lo inevitable, que el intento patético de insertarlo en  nuestra vida y, más aún, hacer que sea ésta la que dependa de la muerte, como tantos filósofos de mierda que identifican con ella a la temporalidad (¿es tan difícil aceptar que la muerte pone fin al tiempo, que el tiempo solo puede ser identificado con la vida?), o quienes dicen que la vida es ser para la muerte, por lo que también sería válido decir que la vida de cada día está pensada para dormir, o cada dormir para levantarse, cada comida para el postre, cada desayuno para la cena, cada comida para el excremento: estupidez de un pensamiento teleológico que trata de redimir por la razón (una estúpida razón) su pavor ante la extinción y de difundir su odio a lo vivo y lo temporal, siempre a favor de esas máquinas contra lo humano, la materia, la vida y el tiempo que son la belleza, la armonía, lo divino, la muerte. No somos cadáveres de permiso, muertos que caminan, no somos nuestras células renovadas cada me importa una mierda cuántos años: somos materia viva, afectos encarnados, a los que un día la muerte pone fin. Es una mierda, ¿podríamos por fin aceptarlo y dejar de elevarle templos a aquello que simplemente nos mata? No implicará no aceptar la muerte de aquellos que amamos, y sí por contra el no volvernos imbéciles enamorados antes de nuestro fenecer que de nuestra potencia.
    Sí, Salomé vive en nosotros, no es mentira, en mi al menos sé que lo hace y lo hará, no es ninguna tontería, ninguna trivialidad, pero la muerte ha cerrado la posibilidad de que sea ella quien colabore en esa vida. En un viejo chiste, Woody Allen prefería vivir mediante el método de no morir, que hacerlo en el alma de sus seres queridos. Yo también preferiría olvidarme de que Salomé existió, si con eso me asegurase de que en efecto sigue viva, que es ella quien construye y crea su propia vida, su propio sentido. Pero es cierto, es cierto que vive en nosotros. Que por mi parte la llevaba ya, y la llevaré más aún desde ahora, en mi sistema nervioso. Y que aunque no me negaré las lágrimas, menos aún lo haré con la alegría que supo aportar a mi vida, y a la de tantos otros. Queriéndola, sé que muchos nos hemos hecho mejores. No conozco epitafio mejor. 

lunes, 10 de noviembre de 2014

"Sabotage": la identificación movediza (o: La identificación es una cuestión moral)


   Sabotage bien puede resultar el doble maligno, o cuando menos malintencionado, de The expendables 3. Esta última ahonda en su propuesta de mezcla de cine de acción y familiar: aparte de su evidente rechazo de la violencia granguiñolesca de las anteriores entregas, el grupo de mercenarios ya no es uno de seres marginales fuera de la sociedad pero capaces de ayudarla a sobrevivir, un grupo atormentado de padres terribles, sino ellos mismos una sociedad, ellos mismos una familia. También insiste en su narración torpe, morosa, despreocupada, una simple concatenación de escenas estúpidas unidas por un débil enlace argumental de inanidad supuestamente disimulada por una torpe pero constante y, sobre todo cómplice, comicidad.
    Sabotage también cuenta la historia de un grupo de mercenarios unidos en torno a una suerte de padre. Allí es Stallone y aquí Schwarzenegger, los dos dioses del cine de acción ochentero: Stallone encarnó al personaje favorito de Ronald Reagan (Rambo, por supuesto) mientras que Schwarzenegger llegó a gobernador de California casado con una Kennedy. Ambos son padres para sus soldados, sostenes de su profesionalidad y símbolos de su “ética” profesional en tanto ambas cosas son la misma, una de las lecciones favoritas del cine americano como puede advertirse por ejemplo en las películas de Howard Hawks. Pero en The expendables 3 Stallone aparenta repudiar a sus “hijos” para no ponerles en peligro, mientras que en Sabotage Schwarzenegger los condena (por mucho que sea sin querer) a muerte: los convence para robar un dinero que posteriormente les robará a su vez, poniéndolos en una situación que acabará conllevando la muerte de todos excepto él. El "Breacher" (Schwarzenegger) de Sabotage es el héroe probablemente más oscuro que ha ofrecido el cine americano en mucho tiempo, pero ello en buena medida por estar interpretado por este actor concreto, y no otro. Es decir, uno con el que la identificación del público está asegurada, de modo que al verse sacudida y problematizada en el desarrollo de la narración, el conflicto resulta mucho mayor que como hubiera sido con un actor menos icónico.
    Llamaré al tipo de identificación que aquí se da “identificación movediza”, en honor de las arenas movedizas que tanto me inquietaban de pequeño. La identificación movediza es un proceso de identificación entre espectador y personaje que zozobra de forma más o menos grave, que se sostiene muy dificultosamente, pero se sostiene. Dos ejemplos representativos los ofrecía Hitchcock cuando criticaba dos de sus películas, El agente secreto y Frenesí, porque sus héroes no hacían fácil el identificarse con ellos ya que el primero era demasiado dubitativo y el segundo demasiado antipático. Sabotage es más extrema que esto: el protagonista es demasiado hijo de puta. Pero al mismo tiempo es encarnado por un actor que asegura la identificación del público tanto o más que Cary Grant o James Stewart (al menos para el público especializado en el género).
    Todos, en realidad, son duros o hijos de puta. La inspectora de policía, posiblemente el único personaje positivo de la película (aunque, marcada por su soledad, se deja seducir por Breacher, cayendo en su trampa: no es tan calculadora como él) tiene que ser muy dura para hacer frente a un hatajo de brutales asesinos que la tratan con absoluto desprecio y a los que solo separa de la criminalidad la falta de unas pruebas que nosotros, espectadores, sí poseemos. Este conocimiento del hecho criminal dificulta la identificación dada de principio por el protagonismo de Schwarzenegger, solo salvada por tal protagonismo y la ignorancia de las motivaciones del robo, en la que el espectador espera la previsible redención. Pero el desarrollo, sobre todo a partir de la aparición de la inspectora, que enseguida se evidencia como el correcto lugar de la identificación (a excepción del robo, será con ella que descubramos cada uno de los acontecimientos del relato), desplaza a Schwarzenegger a ocupar en realidad la posición del villano, o cuando menos del antagonista. Cada vez más, solo el protagonismo del gran héroe, que no ha encarnado un villano desde Terminator (es decir: en 30 años), salva una identificación que hace aguas por todos lados.
    Dos momentos representan la zozobra como ningún otro: aquel en que descubrimos que Breacher ha engañado a la inspectora para que esta le avise de la localización de los sicarios que quieren matarles, pero sobre todo aquel en que confiesa haber sido él quien se llevó el dinero robado, para seguidamente matar a sangre fría a la asesina herida a quien se lo dice y desaparecer, sin dar mayor explicación a la desconcertadísima inspectora (tan solo un espectacular “sé buena chica y mantente alejada de esto”), como desaparecen muchos criminales en los thrillers: como un fantasma. En la primera, se manifiesta la pelea entre las dos identificaciones: el curso de la investigación otorga un papel protagónico a la inspectora (apoyado por demás en el magnífico trabajo de la actriz, Olivia Williams), ya que como he dicho es con ella que descubrimos los datos relevantes de la narración, por lo que no es fácil reaccionar bien al descarado modo en que la utiliza Breacher; al tiempo, se trata de Breacher, es decir Schwarzenegger, y además también podemos tener en cuenta que él y su grupo están siendo asesinados, aunque esto se debe a su pasado robo y sabemos que el intento de llegar a los asesinos antes que la policía se debe en parte a que no surjan nuevas pruebas que les puedan delatar como ladrones; por ello la trampa de seducción a la inspectora, al interés por capturar y exterminar a los sicarios antes que nadie. Como se ve, existe un entramado que pone en dificultad el que se dé un mecanismo de identificación convencional, firme: ni las razones de Breacher y los suyos tienen la honestidad deseable, ni es él el detentador principal del punto de vista.
    El momento en que Breacher confiesa a la última de sus mercenarias viva (convertida en sanguinaria asesina) que él robó el dinero, cae como una bomba cuyo efecto no es devastador del todo debido solo al descubrimiento de la motivación del engaño, sin embargo tan absurda que si la identificación no se derrumba completamente es por el poderoso poder icónico del actor, por la salvaje locura de la asesina y la conclusión que seguidamente cerrará la película, bastante alejada de la redención esperada. En este momento, en que todos los enigmas se resuelven, solo queda la magnitud del desastre, la maldad de Breacher, la locura de dos de sus secuaces (motivada por el engaño de su superior) y la perplejidad de la inspectora, definitivamente superada por lo retorcido no tanto de la trama como de los personajes.
    El final, más que otorgar una suerte de redención final a Breacher a través de la muerte (siempre tras cumplir con su venganza por supuesto: el nombre obliga), termina de asentar el principio que dirige toda la narración: la espiral delirante de la venganza, evidenciada como una suerte de locura. La secuencia pre-genéricos nos mostraba a un Breacher víctima, doliente (no sabíamos todavía por qué) y la de después a un Breacher y su grupo del que no podíamos determinar a ciencia cierta si realizaban un asalto policial o efectuaban un robo (en medio, una trampa: las manos ensangrentadas que se lavan en una palangana, no son las del verdugo que tortura a la mujer sino, como acabaremos descubriendo, las del propio Breacher). Enseguida descubríamos que eran las dos cosas a la vez, y en esa indefinición, esa doble cualidad, se mantenía de un modo u otro la película. El Breacher lloroso en cierto modo actuaba como garante segundo (el primero siempre es, y hemos de tenerlo claro, el protagonismo de Schwarzenegger) de la identificación mientras contemplábamos perplejos al Breacher brutal, sin una pizca del humor amable de los “expendables”, contento de librarse del castigo por un crimen cometido y que trata a la presentada como su “familia” más bien como ganado sacrificable (puede no desear su muerte, pero emprendió su engaño sabiendo mejor que nadie que aquella podía ser la consecuencia). La sensibilidad del héroe, solo entrevista en el pre-genérico, aun pasada siempre ayuda a salvar la brutalidad presente. El final no solo termina de descubrir la dimensión de la naturaleza criminal de Breacher, sino que termina de desvelar una red de crímenes y venganzas de cuya enormidad da fe la desesperación final de la inspectora: Breacher captura a un narco, los narcos torturan y matan a la familia de Breacher, éste y su nueva “familia” roban el dinero de los narcos, Breacher roba el dinero a su vez a su grupo, los narcos matan a los mercenarios, dos de estos matan a los narcos y empiezan a exterminar al resto de los suyos creyendo que alguno robó el dinero, finalmente Breacher mata a estos últimos y marcha a México para utilizar el dinero en sobornos que le permitan descubrir el paradero del asesino de su auténtica familia, al que asesina, quedando en ello herido, presumiblemente de muerte.
   Identificación movediza. Sabotage, como tantos thrillers, habla de venganza. Pero el protagonista va más lejos de lo normal en la suya. Se lleva por delante a personas que nada tienen que ver con ella, engaña a los suyos, en realidad les hace creerse “suyos” para poder engañarles mejor, para poder cegarles, como cegados estamos nosotros a la evidencia. Pero no tan ciegos como para que la identificación no tiemble. Cuando Breacher/Schwarzenegger empieza a morir, al final de la película, identificarse con él o no ya no es cuestión de mecanismo: es una elección del espectador que ya solo puede ser consciente. Una elección, por supuesto, moral. 

lunes, 6 de octubre de 2014

De finales frustrados


    Le trou, que pude ver por primera vez hace pocos días, es sin duda una obra maestra. Pero hasta una obra maestra puede tener fallos, y pocos son tan dolorosos como los que se dan justo en el momento de terminar. Es como si uno escuchase una espectacular interpretación musical donde, en el compás final, el músico desafinase la última nota.
    Así, puedo decir que adoré Le trou, y me maravillé además de que fuese Francia y no EE.UU. quien realizase las dos grandes obras maestras del género de fugas carcelarias: la aquí presente y su contemporánea Un condenado a muerte se ha escapado. Películas bien distintas y sin embargo próximas en su atención obsesiva al trabajo y construcción material de la fuga, amén de la parquedad expresiva de sus intérpretes, por supuesto mayor en el film de Bresson, y algo afeada aquí por el muy abofeteable Marc Michel.
    Me maravillé, sí, pero eso me hizo lamentar más dos detalles en su conclusión, de una vulgaridad que rompía la excelencia hasta entonces mantenida, esa que se ve en el larguísimo plano de la rotura del suelo de la celda (que concentra en sí, superándola, toda la espectacularidad de los films de evasión estadounidenses), el reconocimiento de los sótanos de la prisión, el rescate de Manu, o esos inolvidables presos que trabajan en el pasillo que conduce al despacho del alcaide.

Fig.1
    Lamento, pues, enormemente, que a última hora Becker decidiese insertar un plano detalle del cerrojo de la puerta en que Gaspard es encerrado después de traicionar a sus compañeros [Fig. 1]. Lamento que sintiese esa necesidad de dejar claro a todo el público que el que pierde en esa traición es Gaspard, por perder toda la dignidad que hasta entonces el trabajo en la fuga y la amistad con sus compañeros le otorgaba. Lo lamento porque además no hacía falta: la brutal interrupción, inmediatamente antes de la fuga, de ese trabajo que había sido el protagonista casi absoluto de la película junto a la amistad entre los prisioneros, tanto más importante y conmovedora cuanto no estaba hecha de la vida exterior de los personajes sino de su estricta convivencia, lleva de por sí a la conclusión que Becker se siente obligado a subrayar. Cuánto más no hubiese valido mantener el magnífico plano en que la cámara partía de un primerísimo primer plano de Gaspard [Fig. 2], agachando la cabeza ante sus compañeros, y lo mostraba marchándose, de espaldas a nosotros, hasta la celda situada al fondo del pasillo [Fig. 3]. Si no hubiera decidido cortar con la entrada en la celda, veríamos al guardia cerrar la puerta y escucharíamos el sonido brutal del cierre sobre la imagen de ese pasillo frío y mortecino, y el plano continuaría hasta su conclusión, la que podemos ver en la película. ¿Por qué demonios romper ese gran plano por un detalle, un subrayado, una inseguridad tal a esas alturas de la fiesta?

Fig. 2

Fig. 3
    Y tanto más zafiamente, como que antes de ese plano, segundos antes, Gaspard, al salir de la celda donde ha pasado las últimas semanas, mira a su derecha [Fig. 4], contemplando a sus compañeros, sus amigos, semi-desnudos contra la pared [Fig. 5], y uno de ellos, Roland, el más veterano, el cerebro de la fuga, el que encarnaba más que ninguno la tenacidad del grupo (era también el que salvaba a Geo de morir enterrado), la del que encuentra las soluciones materiales a los problemas diversos del camino, le mira a su vez [Fig. 6]. Hasta aquí bien, pero ¿por qué hacer que diga, mirándole, “pobre Gaspard”? ¿Por qué esa necesidad de que todo el público tenga bien claro el modo en que debe entender este final, en que debe mirar al traidor y comprender en qué se convierte con ella? ¿Por qué esta necesidad de hacer que una palabra, elemento que tan poco ha contado hasta ahora, sobredetermine lo que vemos de una manera que además, como creo haber dado razón en el anterior párrafo, es en realidad totalmente innecesaria?

Fig. 4

Fig. 5

Fig. 6
    Se trata de dos elementos introducidos por encima de otros que, de por sí, funcionan perfectamente. Un plano puesto encima de otro que hubiera sido perfecto de ser sostenido hasta el final, dos palabras añadidas a un plano que mudo hubiera valido muchísimo más.
    El problema de no querer fallar al final. Decir algo, que todo se entienda bien. El caso trajo a mi mente dos películas muy alejadas de la categoría de Le trou, pero que sirven a este respecto. En The last picture show, película no carente de retórica pero creo que sujeta con buena firmeza a los principios dados desde su primer plano, esa panorámica asfixiante de un espacio muerto donde, sin embargo, hay vida, Bogdanovich muestra una molesta tendencia a subrayar la virulencia de los momentos más terribles. Me refiero a la muerte del niño, Billy, y la escalofriante conversación sostenida por varios habitantes del pueblo con el hombre que lo atropelló, delante de Sonny. En este momento (hablo de memoria, pero creo que no me equivoco), que viene a ser el cierre de la película en lo que a Sonny respecta, Bogdanovich rompe el ritmo de montaje acostumbrado acelerando la velocidad de los cortes, introduciendo muchos cambios de plano, saltos bruscos de unos rostros a otros que intentan transmitirnos a nosotros, ignorantes, la angustia creciente de Sonny, como si la infamia de los brutales diálogos y el conocimiento de casi dos horas de metraje que todos tenemos de él no fuesen suficientes para entender (y hasta aplaudir) incluso que se liase a tiros con todos los presentes. En esta escena, Bogdanovich se volvía discursivo: no quería mostrarnos el dolor, la angustia y la ofensa de Sonny, sino decirla.
    Igualmente, en el final de Las razones de mis amigos, una infravalorada película de Gerardo Herrero, se repetía el mismo problema: en la última escena conjunta de los tres protagonistas, Herrero empieza a juguetear con el montaje, buscando transmitir una sensación de aislamiento, incomodidad y ruptura, para decir lo que sus personajes nunca exteriorizan en palabras: que su relación está rota y nunca más volverán a verse. Me gustaría tener una copia a mano para mostrarlo, pero mi recuerdo me dice que la ruptura con la norma de la puesta en escena hasta ese momento y sobre todo la torpeza del montaje, que como en el caso de Bogdanovich incrementaba su velocidad pasando de un personaje a otro, siempre aislado cada uno en el encuadre, convertía la escena en un despropósito en que Herrero se perdía la posibilidad de mostrar cómo sus personajes se alejaban unos de otros ya desde sus mismos rostros conviviendo en el plano, pero ya en ningún otro lugar, con los de los demás. Más o menos el método mantenido hasta el momento. Herrero, o su montador, o los dos juntos, de repente se sentían inseguros, sintiendo que era necesario decir mediante el montaje que esas tres personas rompían su relación ahí. Decir algo, pues, que se seguía perfectamente de la narración tal como había sido desarrollada y expuesta hasta el momento. Decir algo, pues, que no hacía falta decir, y hacerlo además de la forma más inadecuada.
    Pongo solo tres ejemplos, pero sucede a menudo, no solo en los finales, pero acaso en estos duele más, si hasta el momento todo ha ido bien. Ese paso en que el cineasta decide que el cine sea un lenguaje que diga algo de algo, en vez de uno que simplemente diga, o muestre, algo.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Balance

I



















































II


Anne Wiazemsky- Un año ajetreado (Anagrama)
A. Wiazemsky- La joven (El Aleph)
Andy Warhol- Entrevistas (Blackie Books)
VVAA- LIFEFORCE minuto a minuto (Puerta y Unbe Films)
Raúl Ruiz- Poéticas del cine (Universidad Diego Portales)
Gregorio Morán- Adolfo Suárez. Historia de una ambición (Planeta)
José María Vaz de Soto- Diálogos del anochecer (Planeta)

Nick Cave & The Bad Seeds- Push the sky away
Black Sabbath- Sabbath Bloody Sabbath
PJ Harvey- Let England shake
Triana- El patio
Smash- Todas sus grabaciones (1969-1978)
Granada- España, año 75
Queen- II
French Frith Kaiser Thompson- Invisible means
Clutch- Earth Rocker
Public Image Ltd.- 9
Melvins- Stag
(the) Melvins- (A) Senile animal

The lusty men (Nicholas Ray)
Curb your enthusiasm (Larry David)
Passe ton bac d´abord (Maurice Pialat)
El ataque de los robots de Nebulosa-5 (Chema García Ibarra)
Uranes (Ch. García Ibarra)
Visit to a small planet (Norman Taurog)
The enforcer (Raoul Walsh)
El profesor chiflado (Jerry Lewis)
Fantasma (Lisandro Alonso)
Mesa (Irantzu Santo)
Tríptico del amor supremo (Julius Richard)
Manuela (Gonzalo Garcíapelayo)
Vivir en Sevilla (G. Garcíapelayo)
La vida por delante (Fernando Fernán Gómez)
Tres caminos al Rocío (G. García Pelayo)
Frente al mar (G. Garcíapelayo)
Veinte mil semanales (G. Garcíapelayo)
Liverpool (L. Alonso)
Time being (Gunvor Nelson)
Miss Jesus fries on grill (Dorothy Wiley)
Letters (D. Wiley)
The congress (Ari Folman)
My ain folk (Bill Douglas)
My way home (B. Douglas)
Misterio (Ch. García Ibarra)
Total (José Luis Cuerda)
The struggle (D. W. Griffith)
José Luis (Paulino Viota)
You´re never too young (N. Taurog)
Les rendez-vous de Paris (Eric Rohmer)
The innkeepers (Ti West)
31/75 Asyl (Kurt Kren)
32/76 An W+B (K. Kren)
Sevilla tuvo que ser (Juan Sebastián Bollaín)
Rise of the planet of the apes (Rupert Wyatt)
La ciudad es el recuerdo (J. S. Bollaín)
Moonrise Kingdom (Wes Anderson)
Swendenborg (Antoni Padrós)
La Marsellesa (Jean Renoir)
Están vivos (John Carpenter)
El gran salto adelante (Pablo Llorca)
La chiesa (Michele Soavi)
Todas hieren (P. Llorca)

III

     Posiblemente un vistazo a la lista dé cuenta al menos de una de las características de este espacio que media entre mi 35 y 36 cumpleaños: la presencia de Gonzalo García-Pelayo (del rodaje de cuya Niñas incluyo dos imágenes en el "balance" fotográfico). La escritura de tres artículos de los cuales dos aún ni siquiera están acabados, la recuperación de sus trabajos televisivos y, final y principalmente, la realización de Tres caminos a Cádiz, mi película sobre el rodaje de Alegrías de Cádiz, el retorno al cine de Gonzalo en que me vi implicado el año pasado, ha marcado casi todos los últimos 12 meses de mi vida. Es la razón del escasísimo número de entradas del blog este año, y a saber de cuántas cosas más.
    Por lo demás, ha sido, como todos, un año horrible, por todo lo que ha dejado pasar (y lo que ha visto acabar) pero supongo que válido en lo que ha terminado trayendo a la vida: tras la última corrección de Madrid-Santander-Villar, que redujo su metraje a 58 minutos (y que a tres años de su realización sigue sin haberse proyectado una sola vez), Tres caminos a Cádiz ha acabado siendo mi primer largo; está casi terminado y solo pendiente de la posproducción, algo problemática por ausencia de fondos, pero espero que este otoño algo pueda verse.
    Que sea García-Pelayo el nombre que marca el año es sumamente problemático, toda vez que mi tesis, aparcada nuevamente por los artículos y el encierro que acabó haciéndose imperativo para la edición de la película, no trata sobre él sino sobre Paulino Viota. Mi vida navega entre cineastas veteranos de derechas. Lo cual demuestra que la autodestrucción es la norma de mi vida aun cuando yo me proponga todo lo contrario. Espero que el año que viene la sección de lecturas esté llena de libros de Roland Barthes, Roman Jakobson, Bertolt Brecht… será la señal de que la cosa ha ido bien (y de que los libros me han gustado, eh). La lectura de los que aquí constan, ha sido arrancada a la catástrofe.
    Pero, claro está, este ha sido el año del pack de Intermedio con la obra completa de Paulino. Del homenaje en Zinebi. De la proyección de sus primeros cortos en la Filmoteca de Satán (“Santander”, dicen algunos). Son acontecimientos que no me pertenecen pero en los que algún papel he jugado y que, por tanto, alguna alegría me han traído. Justo es recordarlos. También ha sido la primera vez que me han pagado una conferencia, y encima sobre Raúl Ruiz (leer los tres volúmenes de su Poética del cine fue tal vez el placer máximo del año). Es uno de los variados viajes que siembran el balance fotográfico. La presentación del homenaje a Paulino en Zinebi deberían pagármela, se supone. Eso dijeron. Pero ¿ustedes han oído algo al respecto? Pues eso. Zinebi para mi fue conocer a José Luis Téllez (el mejor crítico de cine de la historia de este país, por si no lo sabían) y comer un memorable bacalao con tomate. El resto, solo merece el olvido.
    2013, él concretamente, ha sido un año curioso: casi todas las listas de mejores películas incluían cine español. Incluso se han hecho listas solo con cine español, porque se ve que había tanto bueno que no entraba en las de cine internacional. ¡Incluso mi propia lista abunda en cine en castellano! Ha sido, pues, un año raro. Me abstendré de valoraciones de la cuestión, porque me llevaría mucho rato y esto pretende ser una nota modesta. Además, intuyo que me costaría no insultar, y no se trata de eso. Básteme decir que en mi balance, que no pretende serlo del mejor cine que he visto en el año sino del que más me ha impresionado en el momento de ser visto, por la razón que fuere (es, pues, no un canon sino un diario), pero que aún así sí pretende contar solo con películas buenas (sí, El engendro del diablo es buena), no encontrarán ninguna de las películas “canónicas” del año pasado. Algunas de esas obras son, en efecto, más que aceptables, pero dejo claro aquí que Tríptico del amor supremo, Mesa y Uranes son para mi, y en ese orden, lo mejor del cine español del año pasado, al menos de la parte de él que conozco, que tampoco puedo decir que sea grande. De estas tres, solo Uranes es conocida y aparece en alguna lista. Las otras dos, de las cuales no me cuesta afirmar que al menos la de Julius Richard es desde ya una de las obras maestras del cine español (es decir, del cine), las pude descubrir en una muestra bilbaína llamada Pantalla Fantasma, para mi otro acontecimiento, tal vez el más importante, de todo el año: mientras trabajaba en un formato odiado (en fin…), el HD, encontrarme con una programación hecha de riesgo, pobreza, radicalidad de la que deviene casi solipsismo, a manos de un tipo que se ve mis películas y escoge programar las más inhóspitas (Fantasy y Construcción), esto es, el gran Jorge Núñez, cineasta él mismo de no poco interés, fue un privilegio y un recordatorio del camino a seguir. A este universo pertenece además el libro Lifeforce minuto a minuto, en el que tuve el honor de participar, y que supone la propuesta más original que, me juego el cuello, ha dado la literatura sobre cine en los últimos años en todo el mundo. Es un libro fascinante: una película siempre es la figura de la reflexión sobre ella, pero aquí se convierte en el fondo, un susurro constante que circula por debajo de los pensamientos, poemas, narraciones, descripciones y un larguísimo etcétera desplegado en este libro de cuya existencia, de nuevo, nadie se ha hecho eco. Una pena.
    No diré más que ha sido un año horrible, porque la verdad es que me pierde quejarme. Es herencia santanderina. Quedan cosas, al fin y al cabo: un artículo, una película... El mundo es una maravilla, pero la vida es una mierda. La única razón para vivir, pues, es comprometerse con el mundo (no con la belleza, por dios). Es mi moraleja de hoy.
    De Podemos, hablamos otro día.